
Malva sólo quería ser entrevistada ahí, en medio del barrio, entre la concurrencia endomingada que se reunía a emitir su voto en la escuela Luis Pasteur, en una de las esquinas de Villa Urquiza. Después del mediodía, entró buscando su mesa, ahora mesa mixta, sin colas separadas entre varones y mujeres con ciudadanos fragmentados por categorías de sexo en escenarios que se convirtieron históricamente en parte de los espacios públicos desde donde las travestis vivieron la exclusión. Una escena escabrosa, como la recuerda Malva en este mismo momento: “Muy escabroso era”, dice ella, escritora con 90 años de historias de desacatos sobre el cuerpo. “Porque fijate vos que nosotras hacíamos la cola donde estaban los hombres, porque yo estoy empadronada como varón; todos me miraban, se daban cuenta, era un poco chocante para mí, para ellos no, para ellos era motivo de risa, motivo de mofa, me decían ‘señora, se equivocó de lugar’, y yo no, no respondía nada. ¿Para qué?”